Abadía de Melrose |
En el capítulo XXIV de su Historia rerum anglicarum (1196 a 1198; Historia de los asuntos ingleses), William of Newburgh (1136-1198), narra un suceso prodigioso. Habiendo fallecido el confesor de una insigne dama, fue enterrado en el cementerio de la Abadía de Melrose (Escocia).
En vida, este clérigo había descuidado la cura de almas para dedicarse con afán a la caza; tanto es así que se le conocía como el Hundeprest, esto es «el cura de los perros» (Hundeprest, id est Canum presbyter). Tal fue su vida que, después de morir, por las noches dejaba su tumba e intentaba entrar en la abadía, para distraer y atormentar a los que allí moraban. Como éstos se lo impedían, deambulaba por los alrededores, acechando con sus gemidos el dormitorio donde dormía la dama a la que el difunto había atendido en vida.
Tan asustada estaba la mujer que se confió a uno de los monjes, suplicándole las oraciones de su comunidad; a esto no se pudo negarse el religioso, pues ella era una generosa benefactora. De vuelta en la abadía, el monje se armó de valor y pidió ayuda a otro religioso, así como a dos jóvenes del lugar. Armados, se decidieron a esperar en el cementerio la venida del Hundeprest. Como pasaba de la media noche y no había aparecido el muerto ambulante, tres de ellos volvieron al interior para calentarse al fuego, dejando solo al monje que les había convocado. Satanás pensó que aquel era el mejor momento para atacar al fraile e hizo levantarse al cadáver.
Aterrado, el fraile vio despertar al reviniente, que dando alaridos se lanzaba hacia él a la carrera. Recuperando el valor, esperó el ataque del zombie y le asestó un hachazo que penetró en su cuerpo. Gritando de dolor, aquel engendro huyó a su tumba, que se abrió para recibirle, cerrándose después. Amanecía cuando los cuatro compañeros desenterraron el cadáver. La tumba estaba llena de la sangre que había brotado de la herida abierta. Tras quemar el cuerpo fuera de los muros de la abadía, esparcieron sus cenizas al viento.
Nunca más se supo del Hundeprest.
Destaca en esta narración la relevancia de la sangre, que fluye del cuerpo del cadáver y que ha llenado el sepulcro. Sin embargo, inferir que esta sangre ha sido succionada por el muerto ambulante es, a mi juicio, infundada.
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