En la Historia Rerum Anglicanum (cap.XXIV, libro V), el agustino e historiador inglés William of Newburgh (ca. 1136-1198) cuenta el siguiente relato, acaecido hacia 1198.
Un hombre malvado vivía en un castillo, llamado de Anantis. Su pasado era oscuro, pues había llegado huyendo de York, no se sabía si de la ley o de sus enemigos. Tras llegar a Anantis, encontró un trabajo y se casó, más no enmendó sus hábitos. Y sucedió que comenzó a sospechar que su esposa le engañaba.
Una noche, cuando ella pensaba que se había marchado de viaje, con la connivencia de la sirvienta se subió a una de las vigas que había dentro de su dormitorio y allí permaneció escondido. Desde la altura pudo comprobar que sus sospechas no eran infundadas: ante sus ojos, su mujer se acostó con un joven. El marido tuvo un acceso de rabia y perdió el equilibrio, dando con sus huesos en el duro suelo, junto a la cama de los dos amantes. Quedó muy maltrecho, tanto que su mujer se apresuró a llamar al párroco – el mismo que relataría la historia a William –, con el fin de que, al menos, pudiera confesar sus pecados y recibirla Eucaristía. Pero el pobre desdichado decidió esperar hasta el día siguiente, que nunca llegó para él.
Se le dio cristiana sepultura, aunque – como señala el narrador – había muerto sin estar en gracia de Dios. Sin embargo, no fue este el final de la historia; más bien todo lo contrario. Poco tiempo después del funeral, el difunto comenzó a abandonar su tumba por la noche y, por obra del mismísimo diablo, deambulaba por el lugar. Le seguía una jauría de perros que ladraban furiosamente, de modo que nadie se aventuraba fuera de sus casas tras la puesta del sol, por miedo a encontrarse con aquella monstruosidad. Al final, la descomposición del cuerpo terminó por contaminar el aire, hasta el punto que muerte y desolación entraron en los hogares como resultado de las pestilentes emanaciones.
El lugar parecía abandonado, no sólo por la gran mortandad, sino porque los que sobrevivían escaparon de inmediato.
Una noche, cuando ella pensaba que se había marchado de viaje, con la connivencia de la sirvienta se subió a una de las vigas que había dentro de su dormitorio y allí permaneció escondido. Desde la altura pudo comprobar que sus sospechas no eran infundadas: ante sus ojos, su mujer se acostó con un joven. El marido tuvo un acceso de rabia y perdió el equilibrio, dando con sus huesos en el duro suelo, junto a la cama de los dos amantes. Quedó muy maltrecho, tanto que su mujer se apresuró a llamar al párroco – el mismo que relataría la historia a William –, con el fin de que, al menos, pudiera confesar sus pecados y recibir
Se le dio cristiana sepultura, aunque – como señala el narrador – había muerto sin estar en gracia de Dios. Sin embargo, no fue este el final de la historia; más bien todo lo contrario. Poco tiempo después del funeral, el difunto comenzó a abandonar su tumba por la noche y, por obra del mismísimo diablo, deambulaba por el lugar. Le seguía una jauría de perros que ladraban furiosamente, de modo que nadie se aventuraba fuera de sus casas tras la puesta del sol, por miedo a encontrarse con aquella monstruosidad. Al final, la descomposición del cuerpo terminó por contaminar el aire, hasta el punto que muerte y desolación entraron en los hogares como resultado de las pestilentes emanaciones.
El lugar parecía abandonado, no sólo por la gran mortandad, sino porque los que sobrevivían escaparon de inmediato.
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