lunes, 17 de mayo de 2010

¡Qué bien hemos cenado!

Con la venia de un buen amigo de Bailén, os relato un sucedido que a él le contó su padre.
Dirigíase un buen curita a celebrar Misa en la Ermita de la Virgen de Zocueca, situado al Norte de la provincia de Jaén, en el municipio de Guarromán. A lomos de la mula del arriero, el camino era agradable y corría una brisa fresca.
Cuando faltaban aún unos kilómetros para llegar a la citada ermita, el de la sotana vino a reparar en una liebre que, probablemente abatida por unos cazadores, yacía junto a unos matorrales, al borde de la vereda.
- "Haga usted el favor de coger esa liebre, José" -dijo el cura al arriero- "que ahí, bien poco ha de servir".
El buen hombre, despacio, como sabiendo que la presa no habría de escapar, levantó del suelo al lepórido (que asi se conoce a estos animales y a sus primos, los conejos) y lo puso en su zurrón.
Al llegar a su destino, el Párroco dio la liebre al ama de la casa que, por aquel entonces, había junto a la ermita.
- "¿Cómo se la preparo, Pater?", preguntó aquella mujer.
- "Póngala usted al ajillo", dijo sonriente el cura, mientras desmontaba.
El ama limpió la liebre y la lavó. Luego, mientras preparaba un picadito de ajo, la troceó. Después, hizo un refrito con el ajo y le añadió un poco de perejil, al tiempo que la carne se iba dorando. Por último, alegró la cacerola con un vaso de vino blanco. Mientras el guiso se cocía a fuego lento, el ama fue a cumplir con el precepto dominical.

Cuando el Parróco hubo terminado la celebración litúrgica, se encaminó a la casa. La buena mujer le sirvió la liebre, adornada de una ramita de tomillo. Sentado a la mesa, el cura dio buena cuenta del manjar.
A la puerta le esperaba el arriero. Ya se alejaban de la ermita, cuando el satisfecho Párroco dijo a su acompañante:
- "¡Qué bien hemos comido! Bueno, al menos un servidor".
Nada respondió el arriero.

A la altura del lugar en el que habían encontrado la liebre muerta, un grupo de cazadores buscaban inútilmente su abatido trofeo. Cuando vieron al cura y al arriero, el más joven del grupo, les dijo:
- "Buenas tardes nos de Dios. ¿Han visto ustedes por aquí una liebre muerta?".
El arriero, con una sonrisa apenas esbozada, inclinó la cabeza a un lado, hacia donde estaba el Pater. Los cazadores, airados, bajaron al cura de la mula y le dieron una buena tunda; de nada le sirvieron al Párroco sus protestas. Cuando la partida de frustrados cazadores se hubo cobrado venganza, se marcharon de allí, dejando al cura maltrecho y muy corrido. Mientras el arriero le ayudaba a incorporarse, le dijo con sorna:
- "¡Qué manta de palos nos han dado! Bueno, al menos a usted".
Nada respondió el Párroco.

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Hwaet!