Acabo de leer un artículo de Rosa Montero (foto) en el que cuenta que el amor a los animales nos hace mejores personas. Días atrás se hablaba mucho en los medios de la iniciativa que algún partido político para que se prohíban las corridas de toros en Cataluña. Hace poco, la policía llevó a cabo una redada en un siniestro garito en el que se celebraban clandestinamente peleas de gallos, con toda suerte de espolones afilados, crestas cortadas, apuestas, dopping de los infelices plumíferos y otras barbaridades. Nunca he estado en una corrida de toros, ni creo que lleve a mis hijos a un espectáculo en el que, a mi juicio, el sufrimiento de un animal supera lo artístico del lance. El “animalismo”, que así se llama la filosofía que defiende los derechos de los animales, parece una actitud defendible, un índice del progreso de la civilización, pues “cuanto más culta y democrática sea una sociedad, menos cruel será con todos los seres vivos” -dice la escritora y periodista.
Hay, sin embargo, una clara perversión en el animalismo de la que no habla el artículo. Me refiero a que en su base subyace la asunción de que seres humanos y demás seres vivos merecen por igual el mismo respeto, por el mero hecho de existir. Más aún, se llega a perder el norte cuando se pretende tratar a los animales como personas, y a las personas como animales. Porque ¿dónde está el respeto por “todos los seres vivos”, cuando se defiende el aborto con la vehemencia con lo hace el partido del Gobierno? Gandhi –la señora Montero lo cita en su artículo- dijo “Un país, una civilización se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales”; en otro lugar, además, añadió: "Me parece tan claro como el día que el aborto es un crimen". Sin duda, estamos cayendo en esa obscena contradicción que la escritora denuncia en el caso de Adolf Hitler, quien no soportaba que se cociera viva a una langosta, al tiempo que orquestaba el exterminio de millones de seres humanos.
Me hubiera gustado, señora Montero, que llevara su razonamiento hasta sus últimas –y más importantes- consecuencias: toda animal merece respeto; más que ningún otro el ser humano; y, muy en especial, el no nacido.
Hay, sin embargo, una clara perversión en el animalismo de la que no habla el artículo. Me refiero a que en su base subyace la asunción de que seres humanos y demás seres vivos merecen por igual el mismo respeto, por el mero hecho de existir. Más aún, se llega a perder el norte cuando se pretende tratar a los animales como personas, y a las personas como animales. Porque ¿dónde está el respeto por “todos los seres vivos”, cuando se defiende el aborto con la vehemencia con lo hace el partido del Gobierno? Gandhi –la señora Montero lo cita en su artículo- dijo “Un país, una civilización se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales”; en otro lugar, además, añadió: "Me parece tan claro como el día que el aborto es un crimen". Sin duda, estamos cayendo en esa obscena contradicción que la escritora denuncia en el caso de Adolf Hitler, quien no soportaba que se cociera viva a una langosta, al tiempo que orquestaba el exterminio de millones de seres humanos.
Me hubiera gustado, señora Montero, que llevara su razonamiento hasta sus últimas –y más importantes- consecuencias: toda animal merece respeto; más que ningún otro el ser humano; y, muy en especial, el no nacido.
Me da mucha alegría de que hables del derecho del no nacido a vivir.
ResponderEliminarEl otro día mandé al IDEAL de Granada una carta al director, agradeciendo la publicación de un reportaje sobre la organización Red-Madre.
Me llamó mucho la atención leer todo lo que estas personas ofrecen como ayuda a las madres que no quieren que el niño nazca, por las razones que sea.
Los medios que ofrecen abarcan muy variadas ayudas, concretas, realistas, pensando en todos los problemas que tienen que ver con el embarazo. ¡Creo que hasta le ayudan a buscar un trabajo!
Me parece una alternativa muy realista al aborto.
Un saludo desde Granada.
Fernando Díez Gallego