miércoles, 9 de mayo de 2012

Tres fantasmas en uno

Estos días estoy revisando en clase tres versiones cinematográficas de Hamlet: la primera fue dirigida y protagonizada por Laurence Olivier (1948);  la versión de Franco Zefirelli (1990) con Mel Gibson; y, por último, el Hamlet de Kenneth Branagh, también interpretado por él.
Puesto que cuento con poco tiempo, me centro en una escena y comentamos el modo en el que los distintos directores la plasman. Se trata de la conversación entre el fantasma del difunto rey Hamlet y su hijo (Acto I, escena v). El guión de las tres películas sigue con fidelidad el texto de la tragedia, aunque lógicamente se corta allí y aquí; una duración de cuatro horas sería impensable para la versión cinematográfica. No considero esto una carencia del guión, pues estamos ante tres películas, con los parámetros propios del medio.

Comenzando por la versión de Laurence Olivier -y dejando a un lado su concepción claramente freudiana-, me llama la atención la naturaleza espectral del fantasma, surgido de entre las brumas, y con su rostro parcialmente oculto por la visera de su yelmo. Su voz tiene un registro distinto a la del príncipe, y se escucha como si de una grabación o emisión radiofónica se tratara.

Hamlet avanza con su espada a modo de cruz, como para protegerse de un enemigo diabólico. Al reconocer al espectro de su padre, el príncipe baja la espada y se arrodilla. Su actitud es reverencial, la de alguien dispuesto para recibir la revelación casi mística de una verdad que, de otro modo, nunca podría llegar a conocerse. La voz del espectro, casi carente de toda emoción, es como un oráculo que abre los ojos al elegido: Hamlet ha de castigar el magnicidio, un crimen abominable, una injusticia que debe ser reparada.
En la película de Zefirelli, Mel Gibson es un Hamlet quizás demasiado adulto. Se le critica a esta película haber transformado el drama más sesudo de Shakespeare en casi una película de acción. Mientras se dirige al encuentro del fantasma, interpretado con gran solvencia por Paul Scoffield, Hamlet porta su espada, listo para combatir. Desgraciadamente la escena no está completa.

Estamos ante un fantasma mucho más corporal, físico. Cuando Hamlet lo ve, arroja la espada; es su padre y nada tiene que temer de él. Las palabras del difunto están cargadas de emoción: es un ser torturado por haber sido víctima de un crimen horrendo, a manos de su propio hermano. Por ende, el fantasma trata de conmover a su hijo que, por amor a su padre, se compromete a vengarle.
En la versión de Branagh, por último, el elemento que más destaca en la secuencia es, a mi juicio, el terror y el escalofrío. El horror cinematográfico tiene una serie de recursos y efectos que el director ha de tener en cuenta.

El fantasma, que habla con una voz aterradora e imperativa, arroja violentamemente a Hamlet al suelo. Sorprendido y apenas sin moverse, atenazado por el miedo, el príncipe escucha el discurso del fantasma que, como el veneno que le quitó la vida, penetra por los oídos de Hamlet. El rostro del difunto rey trasmite odio, rabia (y, sólo ocasionalmente, dolor). Los ojos, de un azul gélido, hacen ver al príncipe su larga y dolorosa agonía. En resumen, el rey clama venganza, lleno de odio, y Hamlet es sólo un instrumento para conseguir este fin. El miedo, no el amor filial o o el afán de justicia, es lo que habrá de mover al príncipe a cumplir el mandato imperativo de su padre. 
Tres fantasmas, tres príncipes, y un único texto dramático tan rico en matices y posibilidades.

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Beowulf MS

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