Un joven soldado, sentado en el suelo, escribe frenéticamente en un cuaderno de notas, sin importarle demasiado que, a su alrededor, las balas le silban a su paso y que la tierra se abre en cráteres de muerte por el fuego de la artillería.
Esta es la escena inicial de una película de hace un par de años y, desafortunadamente, lo único que merece la pena de ella. En realidad, el mérito es de Guillermo Martínez, autor del libro Los Crímenes de Oxford en el que se inspira la cinta del mismo título, dirigida por el español Alex de la Iglesia.
Pero volvamos al soldado. Su nombre era Ludwig J. J. Wittgenstein (1889-1951) y servía en el ejército Austro-húngaro durante la Primera Guerra Mundial. En su cuadernos (fueron varios), este joven que cumplirá los veinte un año después de acabar el conflicto, está la semilla de la única obra que este filósofo publicó en vida, el Tractatus Logico Philosophicus (1921). Pero también solía escribir reflexiones personales sobre la grosería y falta de decoro en sus compañeros de armas, y sus inquietudes morales; esto, obviamente, es silenciado por nuestro Alex de la Iglesia. Había pasado por Cambridge, época marcada por su agnosticismo, pero tras leer a León Tolstói quedó cautivado por los Evangelios, por Jesucristo; los soldados de su regimiento le llamaban “el hombre de los Evangelios”, texto que llevaba a todas partes. Entre sus otras influencias religiosas, destacan San Agustín, Fyodor Dostoevsky y Søren Kierkegaard, a quien el joven Wittgenstein llamaba “un santo”. De ascendencia judía, fue fue educado en el catolicismo pues ésa era la religión de su madre, Leopoldina Klaus. En puridad, nunca practicó su fe de forma sistemática. Y sin embargo, en el momento de su muerte, una mujer estaba a su lado para encargarse de que recibiera los auxilios de la Iglesia Católica. Chicas, chicas, chicas.
Tras entrar en una famosa tienda de libros y leer algunos párrafos del Tractatus de Wittgenstein, Elizabeth Anscombe (1919-2001) había tenido una única idea en la cabeza: estudiar con su autor. Era irlandesa y se había graduado en Filosofía por el St. Hugh’s College de la Universidad de Oxford (1941). En su primer año de universidad se convirtió al catolicismo. Desde 1942 a 1945, en plena Segunda Guerra Mundial disfrutó de una beca para hacer su doctorado en Cambridge, donde asistió con entusiasmo a las clases de Wittgenstein. De vuelta a Oxford, semanalmente visitaba al “viejo”, como solía referirse cariñosamente al filósofo, para asistir a sus tutorías sobre filosofía de la religión. Wittgenstein, que no solía sentirse cómodo con las académicas, hizo una excepción con ella y llegó a considerarla una buena amiga, además de una de sus pupilas favoritas. Cuando el filósofo se marchó de Cambridge en 1947, Anscombe le siguió viéndolo, estando junto a él –como ha quedado dicho– en su lecho de muerte. Junto con otros dos de sus discípulos, ella fue responsable de la traducción y edición al inglés de muchos de los manuscritos de Wittgenstein.
En 1970, Anscombe obtuvo la Cátedra de Filosofía en Oxford.
Elizabeth era una mujer de armas tomar. Casada y madre de siete hijos, su militancia contra los métodos anticonceptivos escandalizó a muchos de sus colegas. Fue arrestada, además, en dos ocasiones por manifestarse frente a una clínica abortista británica, cuando esta práctica se legalizó en su país. Con anterioridad, había mostrado su desacuerdo ante la decisión de la Universidad de Oxford de concederle un título honorífico al Presidente Harry S. Truman, a quien ella acusaba de ser un asesino de masas tras ordenar el lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre el Japón.
Era, como se ve, una católica convencida, pero en modo alguno una “beata”. En ocasiones llevaba monóculo y los que la conocieron dicen que podía ser bastante mal hablada. Siempre llevó pantalones (algunos aseguran haberle visto unos rosas elásticos), salvo cuando estuvo embarazada. Sus alumnos y compañeros la llamaban Miss. Anscombe, y no por el apellido de su marido, como suele ser el caso en Inglaterra y Estados Unidos; había otros que, en privado, la llamaban “La Dama Dragón”.Profesionalmente era muy estimada. Se volcaba con los alumnos que se esforzaban aunque era dura con aquellos que fingían o eran pretenciosos. Si era el caso, podían visitarla en casa y sus tutorías duraban horas, entre el llanto de los críos, las papillas y los pañales. Éste era su feminismo, hecho de prestigio profesional, maternidad y su fe para armonizarlo todo. Fe en un Dios que es padre, ante el cual ella era una niña que pide, promete, regatea…Una anécdota. Elizabeth Anscombe fumaba, pitillo tras pitillo. Cuando su segundo hijo cayó enfermo, prometió a Dios que si se curaba, ella dejaría de fumar cigarrillos. El niño recuperó la salud y, al año siguiente, Anscombe, la niña-filósofa, razonaba con su creador que, en su opinión, los puros y las pipas, no estaban incluidos en su promesa. Y desde el cielo, su Padre Dios sonreía.
Esta es la escena inicial de una película de hace un par de años y, desafortunadamente, lo único que merece la pena de ella. En realidad, el mérito es de Guillermo Martínez, autor del libro Los Crímenes de Oxford en el que se inspira la cinta del mismo título, dirigida por el español Alex de la Iglesia.
Pero volvamos al soldado. Su nombre era Ludwig J. J. Wittgenstein (1889-1951) y servía en el ejército Austro-húngaro durante la Primera Guerra Mundial. En su cuadernos (fueron varios), este joven que cumplirá los veinte un año después de acabar el conflicto, está la semilla de la única obra que este filósofo publicó en vida, el Tractatus Logico Philosophicus (1921). Pero también solía escribir reflexiones personales sobre la grosería y falta de decoro en sus compañeros de armas, y sus inquietudes morales; esto, obviamente, es silenciado por nuestro Alex de la Iglesia. Había pasado por Cambridge, época marcada por su agnosticismo, pero tras leer a León Tolstói quedó cautivado por los Evangelios, por Jesucristo; los soldados de su regimiento le llamaban “el hombre de los Evangelios”, texto que llevaba a todas partes. Entre sus otras influencias religiosas, destacan San Agustín, Fyodor Dostoevsky y Søren Kierkegaard, a quien el joven Wittgenstein llamaba “un santo”. De ascendencia judía, fue fue educado en el catolicismo pues ésa era la religión de su madre, Leopoldina Klaus. En puridad, nunca practicó su fe de forma sistemática. Y sin embargo, en el momento de su muerte, una mujer estaba a su lado para encargarse de que recibiera los auxilios de la Iglesia Católica. Chicas, chicas, chicas.
Tras entrar en una famosa tienda de libros y leer algunos párrafos del Tractatus de Wittgenstein, Elizabeth Anscombe (1919-2001) había tenido una única idea en la cabeza: estudiar con su autor. Era irlandesa y se había graduado en Filosofía por el St. Hugh’s College de la Universidad de Oxford (1941). En su primer año de universidad se convirtió al catolicismo. Desde 1942 a 1945, en plena Segunda Guerra Mundial disfrutó de una beca para hacer su doctorado en Cambridge, donde asistió con entusiasmo a las clases de Wittgenstein. De vuelta a Oxford, semanalmente visitaba al “viejo”, como solía referirse cariñosamente al filósofo, para asistir a sus tutorías sobre filosofía de la religión. Wittgenstein, que no solía sentirse cómodo con las académicas, hizo una excepción con ella y llegó a considerarla una buena amiga, además de una de sus pupilas favoritas. Cuando el filósofo se marchó de Cambridge en 1947, Anscombe le siguió viéndolo, estando junto a él –como ha quedado dicho– en su lecho de muerte. Junto con otros dos de sus discípulos, ella fue responsable de la traducción y edición al inglés de muchos de los manuscritos de Wittgenstein.
En 1970, Anscombe obtuvo la Cátedra de Filosofía en Oxford.
Elizabeth era una mujer de armas tomar. Casada y madre de siete hijos, su militancia contra los métodos anticonceptivos escandalizó a muchos de sus colegas. Fue arrestada, además, en dos ocasiones por manifestarse frente a una clínica abortista británica, cuando esta práctica se legalizó en su país. Con anterioridad, había mostrado su desacuerdo ante la decisión de la Universidad de Oxford de concederle un título honorífico al Presidente Harry S. Truman, a quien ella acusaba de ser un asesino de masas tras ordenar el lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre el Japón.
Era, como se ve, una católica convencida, pero en modo alguno una “beata”. En ocasiones llevaba monóculo y los que la conocieron dicen que podía ser bastante mal hablada. Siempre llevó pantalones (algunos aseguran haberle visto unos rosas elásticos), salvo cuando estuvo embarazada. Sus alumnos y compañeros la llamaban Miss. Anscombe, y no por el apellido de su marido, como suele ser el caso en Inglaterra y Estados Unidos; había otros que, en privado, la llamaban “La Dama Dragón”.Profesionalmente era muy estimada. Se volcaba con los alumnos que se esforzaban aunque era dura con aquellos que fingían o eran pretenciosos. Si era el caso, podían visitarla en casa y sus tutorías duraban horas, entre el llanto de los críos, las papillas y los pañales. Éste era su feminismo, hecho de prestigio profesional, maternidad y su fe para armonizarlo todo. Fe en un Dios que es padre, ante el cual ella era una niña que pide, promete, regatea…Una anécdota. Elizabeth Anscombe fumaba, pitillo tras pitillo. Cuando su segundo hijo cayó enfermo, prometió a Dios que si se curaba, ella dejaría de fumar cigarrillos. El niño recuperó la salud y, al año siguiente, Anscombe, la niña-filósofa, razonaba con su creador que, en su opinión, los puros y las pipas, no estaban incluidos en su promesa. Y desde el cielo, su Padre Dios sonreía.
Cautivado por la redacción, por el contenido, por la sonrisa que a veces provocan tus artículos ... como diria Lewis "Cautivado por la alegría"
ResponderEliminarGran entrada, Eugenio, me ha gustado mucho leerla.
ResponderEliminarGenial Anscombe. Gracias por presentármela.
Un abrazo,
Catherine Heathcliff.