Mann ha intentado, sutilmente, hacer una reivindicación del personaje, pero esto ya está un tanto manido. Dillinger sería el resultado de unas condiciones familiares muy tristes (su padre le daba palizas de pequeño), y un sistema penitenciario que creaba -más que redimía- delincuentes: al pobre Johnny le metieron diez años en la trena por un botín de $50. Siguiendo este planteamiento victimista, lo extraño es que no hubiera miles de Dillingers en el Chicago de la depresión. En este sentido, el agente federal que dirige las operaciones contra el delincuente, Melvin Purvis (el Batman Christian Bale), parece ser bastante más siniestro que el propio Dillinger, sin olvidar que trabaja a las órdenes del mismísimo Edgar Hoover, el diabólico y reaccionario director del FBI durante tantos años.
Pero lo que realmente resulta irrisorio, a la hora de ganar las simpatías de la audiencia para el "malo", es intentar presentarle como un hombre enamorado. El idilio entre Dillinger y Billie Frechette es poco convincente. Mann pretende hacernos creer que el maleante se quedó en Chicago, porque allí estaba su chica; en realidad, sus contactos, con los que preparaba su último (¿?) golpe, vivían en esta ciudad. No, Dillinger no estaba enamorado de Billie, o quizá es que yo tengo otra idea de lo que es querer a alguien. La persona que delató al gangster era la madam del prostíbulo en el que trabajaba otra "amiguita" de Dillinger. Resulta curioso comprobar (y Mann no puede ocultarlo) que el FBI acabó con el "Enemigo Público número 1" porque, una vez más, se fue "de picos pardos" con ambas señoritas al cine. Uno no hace esas cosas si está enamorado, ¿verdad?
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