Un matrimonio tenía un único hijo. Su madre lo adoraba, el padre no tanto; era un hombre malhumorado que sólo sonreía cuando estaba fuera de casa, tomando unas copas con sus amigos. La vida en familia le hastiaba: hacía tiempo que había dejado de querer a su esposa -dudaba si lo había hecho alguna vez -. Por su hijo sentía una extraña mezcla de compasión, afecto y desdén. Pero sobre todo, le abrumaba la idea de tener que sacarlo adelante.
No encontraba su sitio en aquella casa con goteras, paredes repintadas y flores artificiales. Algunos días regresaba a casa más tarde de la cuenta. El niño dormía junto a su madre, como un cachorro. El padre, entonces, se acostaba vestido en la cama de su hijo. No le importaba, "Es un vínculo biológico, madre e hijo. No hay sitio para mí" -se decía, teorizando sobre la inevitabilidad de su situación-. Cuando el niño tenía ocho años, aquel hombre se marchó con lo puesto y no volvió más.
Pasaron los años. El muchacho crecía odiando a su padre, más bien la imagen de él que su madre le inculcaba, día tras día. Ella mimaba su rencor, lo amamantaba en su pecho, lo mecía entre sus brazos; y el rencor la consumió. Fue lo único que pudo dejarle a su hijo: "Tu padre nos abandonó". En el entierro el joven no pudo derramar ni una sola lágrima por su madre: estaba seco por dentro.
A los 43 años, cosas que pasan, aquel hombre descubrió por casualidad que su padre aún vivía, lejos de su ciudad. Compró un billete de tren y fue en su busca. Junto a la ventanilla, viendo pasar su vida, fantaseaba con la sentencia que arrojaría al corazón de aquel viejo. No quiso el azar que fuera así, pues al llegar descubrió que su padre había fallecido dos días antes. Sintió cómo una pena irrefrenable le venía al corazón, una hemorragia de llanto. Con rabia, se pasaba una y otra vez las manos por los ojos. No lograba entender el porqué de su angustia: "Yo no le quería. Le odiaba. ¡Él nos dejó!".
Ahora no sentía nada, sólo el vacío. "¿Y ahora qué?".
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