Soy un padre de familia católico. Durante estos días, los medios de comunicación vienen incidiendo en muchos casos de pedofilia protagonizados por miembros del clero católico en Irlanda, Austria y Alemania. Tras escándalos similares en el seno de la Iglesia católica norteamericana, el epicentro de esta lacra está ahora en el Viejo Continente; el caso de Irlanda es especialmente grave, tanto que el Papa Benedicto XVI publicó el pasado 19 de marzo la “Carta Pastoral a los Católicos” de ese país, abordando el tema (http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/letters/2010/documents/hf_ben-xvi_let_20100319_church-ireland_sp.html).
Como padre, siento repugnancia ante el abuso de menores: nada hay más sucio y sórdido; como católico, escándalo y pesadumbre. Y, si como parece haber sido en ocasiones el caso, se han producido errores, silencios u omisiones en la respuesta de las diócesis ante las acusaciones, añado, además, que siento vergüenza. Estos son también los sentimientos de todos los creyentes que conozco, empezando por Benedicto XVI; en el primer párrafo de la carta antes mencionada, el Santo Padre no deja lugar a dudas sobre sus sentimientos: “No puedo sino compartir la desazón y el sentimiento de traición que muchos de vosotros habéis experimentado al enteraros de estos actos pecaminosos y criminales, y del modo en que las autoridades de la Iglesia en Irlanda los trataron.” El aluvión de titulares hace que me pregunte sobre el tema, que me informe y saque mis conclusiones al respecto.
Los niños (también los no nacidos) son el bien más preciado de la humanidad, y existe consenso (ya se ve que con matices) al respecto. Por este y otros muchos motivos, un único caso de abuso a un menor es ya una abominación, que no puede relativizarse o mitigarse en una estadística. El dolor es tan intenso como el corazón humano puede sentir y el daño infligido (quizá de forma irreparable) exige que el culpable deba “responder –dice Benedicto XVI- ante Dios Todopoderoso y ante los tribunales debidamente constituidos.” Las palabras del Papa son taxativas al respecto y no admiten una doble lectura; en el punto 7 de su Carta Pastoral, el Obispo de Roma se dirige explícitamente A los sacerdotes y religiosos que han abusado de niños y dice: “la justicia de Dios nos llama a dar cuenta de nuestras acciones sin ocultar nada. Admitid abiertamente vuestra culpa, someteos a las exigencias de la justicia”.
Pero, también es una exigencia de la justicia discernir la realidad de los hechos denunciados y el modo en el que se nos informa sobre los mismos. Obviamente hay que dejar lo primero a los tribunales, pero es nuestra obligación y nuestro derecho, como ciudadanos responsables, formarnos un juicio equitativo sobre este tema en cuestión. Es indudable que determinados medios han encontrado un filón en esta, insisto, abominación. Se está creando adrede un clima de recelo generalizado contra “los pedófilos ensotanados” –que decía Almudena Grandes en El País hace unos días– y contra la Iglesia Católica, como una institución que, no sólo alberga y oculta a abusadores, sino que los crea; ¿de qué modo, si no, deben interpretarse titulares como “Iglesia católica, abusos y sexualidad”? No basta con que un análisis desapasionado de los datos muestre que no hay vinculación alguna entre pedofilia y celibato sacerdotal (cfr. Philip Jenkins, Pedophiles and Priests: Anatomy of a contemporary crisis. Oxford University Press, 1996). La inmensa mayoría de los miembros célibes de la Iglesia católica (unos 400.000) viven su entrega con dignidad; los casos denunciados son una dolorosa excepción. De lo que se trata, en realidad, es de presentar a la Iglesia como una institución corrupta. No soy el primero en denunciar una campaña anticlerical, con informaciones sesgadas o claramente falsas, en todo el mundo occidental. Se trata de una suerte de tribunal secular de la inquisición, una caza de brujas. Es una especie de Abusogate en el que se especula abiertamente –como en el Watergate– si el escándalo no tendrá ramificaciones hasta la misma cabeza de la Iglesia en Roma: todos los hombres del Presidente, como en la película de Robert Redford y Dustin Hoffman (1976), son ahora el Papa y su curia; esto es absurdo. Así, Benedicto XVI se habría visto “salpicado”, particularmente por los casos acontecidos en su país natal. Georg Ratzinger, hermano del Papa, fue director durante treinta años –de 1964 a 1994–en el Regensburger Domspatzen (coro de niños cantores de Ratisbona), donde se produjeron tres casos de pedofilia. En realidad, y esto se ha ocultado, los abusos acontecieron en un periodo en que Georg Ratzinger no era director del coro.
Como padre, siento repugnancia ante el abuso de menores: nada hay más sucio y sórdido; como católico, escándalo y pesadumbre. Y, si como parece haber sido en ocasiones el caso, se han producido errores, silencios u omisiones en la respuesta de las diócesis ante las acusaciones, añado, además, que siento vergüenza. Estos son también los sentimientos de todos los creyentes que conozco, empezando por Benedicto XVI; en el primer párrafo de la carta antes mencionada, el Santo Padre no deja lugar a dudas sobre sus sentimientos: “No puedo sino compartir la desazón y el sentimiento de traición que muchos de vosotros habéis experimentado al enteraros de estos actos pecaminosos y criminales, y del modo en que las autoridades de la Iglesia en Irlanda los trataron.” El aluvión de titulares hace que me pregunte sobre el tema, que me informe y saque mis conclusiones al respecto.
Los niños (también los no nacidos) son el bien más preciado de la humanidad, y existe consenso (ya se ve que con matices) al respecto. Por este y otros muchos motivos, un único caso de abuso a un menor es ya una abominación, que no puede relativizarse o mitigarse en una estadística. El dolor es tan intenso como el corazón humano puede sentir y el daño infligido (quizá de forma irreparable) exige que el culpable deba “responder –dice Benedicto XVI- ante Dios Todopoderoso y ante los tribunales debidamente constituidos.” Las palabras del Papa son taxativas al respecto y no admiten una doble lectura; en el punto 7 de su Carta Pastoral, el Obispo de Roma se dirige explícitamente A los sacerdotes y religiosos que han abusado de niños y dice: “la justicia de Dios nos llama a dar cuenta de nuestras acciones sin ocultar nada. Admitid abiertamente vuestra culpa, someteos a las exigencias de la justicia”.
Pero, también es una exigencia de la justicia discernir la realidad de los hechos denunciados y el modo en el que se nos informa sobre los mismos. Obviamente hay que dejar lo primero a los tribunales, pero es nuestra obligación y nuestro derecho, como ciudadanos responsables, formarnos un juicio equitativo sobre este tema en cuestión. Es indudable que determinados medios han encontrado un filón en esta, insisto, abominación. Se está creando adrede un clima de recelo generalizado contra “los pedófilos ensotanados” –que decía Almudena Grandes en El País hace unos días– y contra la Iglesia Católica, como una institución que, no sólo alberga y oculta a abusadores, sino que los crea; ¿de qué modo, si no, deben interpretarse titulares como “Iglesia católica, abusos y sexualidad”? No basta con que un análisis desapasionado de los datos muestre que no hay vinculación alguna entre pedofilia y celibato sacerdotal (cfr. Philip Jenkins, Pedophiles and Priests: Anatomy of a contemporary crisis. Oxford University Press, 1996). La inmensa mayoría de los miembros célibes de la Iglesia católica (unos 400.000) viven su entrega con dignidad; los casos denunciados son una dolorosa excepción. De lo que se trata, en realidad, es de presentar a la Iglesia como una institución corrupta. No soy el primero en denunciar una campaña anticlerical, con informaciones sesgadas o claramente falsas, en todo el mundo occidental. Se trata de una suerte de tribunal secular de la inquisición, una caza de brujas. Es una especie de Abusogate en el que se especula abiertamente –como en el Watergate– si el escándalo no tendrá ramificaciones hasta la misma cabeza de la Iglesia en Roma: todos los hombres del Presidente, como en la película de Robert Redford y Dustin Hoffman (1976), son ahora el Papa y su curia; esto es absurdo. Así, Benedicto XVI se habría visto “salpicado”, particularmente por los casos acontecidos en su país natal. Georg Ratzinger, hermano del Papa, fue director durante treinta años –de 1964 a 1994–en el Regensburger Domspatzen (coro de niños cantores de Ratisbona), donde se produjeron tres casos de pedofilia. En realidad, y esto se ha ocultado, los abusos acontecieron en un periodo en que Georg Ratzinger no era director del coro.
Cuando era colegial, uno sacerdote profesor parecía tener predilección por mí: me acariciaba las piernas (usábamos pantalón corto) , me regalaba golosinas; lo mismo hacía con otros chicos, aunque estas efusiones no pasaban de aquí. No recuerdo haber experimentado en absoluto ningún "trauma" con estas actitudes; al contrario, me sentía distinguido y apreciado. Y esas actitudes no influyeron para nada en mis preferencias sexuales posteriores (no soy en absoluto pedófilo) ni en mi personalidad (tampoco,estoy seguro, en la de los otros chicos "victimizados"). Ahora pienso que este amable sacerdote posiblemente hoy iría a prisión por esas conductas, y me parece injusto.¿Cómo es posible que el concepto de "pedofilia" no haya sido depurado, para distinguir así entre la que sería brutal y abusiva (si es que existe esa modalidad), de otras muestras de afecto cariñosas y afectuosas, aún teniendo un ligero componente carnal o sexual?. Decididamente, habría que analizar el significado político e ideológico coyuntural del tema y de la actual caza de brujas a que se ha llegado actualmente.Aquí la siquiatría y la sexología debieran tener mucho que decir, pero, como siempre, la ciencia se rinde frente a la ideología y la politica.
ResponderEliminarAmigo anónimo (y ojalá no lo fueras). Me alegro de haber propiciado que escribas este recuerdo de la infancia, tan ilustrativo. Te agradezco, además, tu lúcida refelxión sobre el tema.
ResponderEliminarNo dejes de visitarnos.
Saludos
Me permito citar las palabras de un profesor de la Universidad de Yale, amigo, y que me ha escrito a propósito de esta entrada:
ResponderEliminar"I am sickened by the pedophilia among priests that has been reported but even more by the denigration of the Catholic Church that has ensued. I've been especially shocked by the recent attacks on Pope Benedict, for whom I have the highest respect. I think that the statistics cited in your account are very important and should be published widely. Also the fact that Cardinal Ratzinger's brother was not in charge of the "coro" at the time that the offenses there took place. But everything you say about this matter seems to me cogent and important".