Un sindicalista conduce a más velocidad de la permitida por las estrechas calles de una ciudad española, una de esas urbes antiguas que no fueron pensadas para los coches. Lleva prisa. Un semáforo, un stop, un coche en doble fila. Frena y acelera. Se exaspera. A ambos lados de la vía empedrada caminan la gente camina con parsimonia. Llevan bolsas, carpetas, el carrito de la compra; su vida a cuestas. Durante unas décimas de segundo el conductor desvía la mirada al reloj digital de la guantera: llega tarde. Cuando vuelve a mirar al frente, ve con sobresalto como una figura de negro cruza la calle, escasos metros de su parachoques. Instintivamente, su pie pisa a fondo el pedal de freno. Las ruedas chirrían y el vehículo se detiene. Los ojos del osado peatón le miran con una mezcla de miedo y sorpresa. El conductor cae en la cuenta de que la persona a la que ha estado a punto de atropellar es un anciano sacerdote. La gente contempla la escena: el conductor se baja del coche iracundo y se dirige al cura, que ya se ha puesto a salvo en la acera. “Lo siento, no le he visto…”, musita el de la sotana, pidiendo perdón con su mirada. El conductor, fuera de si, le interrumpa y, a voces, increpa al viejo. Le insulta. Quisiera golpearle. Los espectadores se acercan. Unos piden un poco de respeto por el anciano y otros le censuran haber cruzado sin mirar. “¡Está chocho!”, se oye. Nuestro conductor se despacha, hasta que cae en la cuenta de que tiene prisa. Vuelve al coche y se marcha, mientras sigue maldiciendo al sacerdote.
Por la noche, ya en casa, nuestro airado conductor está aún nervioso. Ha sido un día difícil. De aquí para allá, bregando con la gente. “¡Y encima ese cura de los cojones! Menudo marrón si me lo cargo”, se dice al encenderse un cigarro. Aspira el humo y se va tranquilizando. Mientras se acomoda en el sillón, repasa la escena. La verdad es que iba más rápido de la cuenta. Había mirado el reloj y allí estaba el viejo. “Joder…” Entonces se acuerda de su padre, también anciano, y un recuerdo de la infancia se le viene a la memoria. Cogido de su mano, entra en la iglesia de su pueblo. Su padre siempre le hacía la misma pregunta los Domingos: “¿Quieres confesarte?”. Se incorpora en el sillón y deja caer las cenizas del cigarrillo: “Hace siglos que no me confieso”, piensa. Entonces siente pena del viejo sacerdote, tan viejo como Don Martín, el cura de su pueblo. No aguantaba sus sermones y cantaba muy mal, pero en el confesionario siempre le hacía reír; luego un cachete y como nuevo.
“Es tarde. Me voy a la cama”.
Por la noche, ya en casa, nuestro airado conductor está aún nervioso. Ha sido un día difícil. De aquí para allá, bregando con la gente. “¡Y encima ese cura de los cojones! Menudo marrón si me lo cargo”, se dice al encenderse un cigarro. Aspira el humo y se va tranquilizando. Mientras se acomoda en el sillón, repasa la escena. La verdad es que iba más rápido de la cuenta. Había mirado el reloj y allí estaba el viejo. “Joder…” Entonces se acuerda de su padre, también anciano, y un recuerdo de la infancia se le viene a la memoria. Cogido de su mano, entra en la iglesia de su pueblo. Su padre siempre le hacía la misma pregunta los Domingos: “¿Quieres confesarte?”. Se incorpora en el sillón y deja caer las cenizas del cigarrillo: “Hace siglos que no me confieso”, piensa. Entonces siente pena del viejo sacerdote, tan viejo como Don Martín, el cura de su pueblo. No aguantaba sus sermones y cantaba muy mal, pero en el confesionario siempre le hacía reír; luego un cachete y como nuevo.
“Es tarde. Me voy a la cama”.
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