jueves, 18 de marzo de 2010

El sindicalista y el cura (II)

A la mañana siguiente, Sábado, nuestro premioso conductor estaba convencido de que se había excedido insultando al sacerdote. Pensaba que uno va perdiendo facultades con la edad y que el pobre cura no daba más de sí. Mirándose al espejo mientras se afeitaba, sintió la necesidad de disculparse ante el viejo, pero ¿cómo encontrarlo? Trató de quitarse la idea de la cabeza, pero no pudo: cuando se insulta a alguien, como cuando se le hiere en el cuerpo, queda una perforación, un desgarramiento, que es necesario sanar. “Sí, el Quinto Mandamiento”, se acordó de don Martín. Al terminar de afeitarse, apoyó las dos manos sobre el lavabo, e inclinó la cabeza sobre su pecho: “tengo que pedirle perdón. Es una cuestión de justicia”.
Tras vestirse, tomó un café rápido y salió a la calle a comprar pan. En su lugar habitual no quedaba más que integral, así que cruzó dos manzanas en dirección a un pequeño supermercado que había en una placeta. Entonces reparó en que en uno de los laterales del cuadrado se alzaba una iglesia; dos minutos más tarde estaba dentro, sentado en un banco de madera. No sabía por qué había entrado, pero no se estaba mal. No había nadie y olía a antiguo: cera, madera vieja y frías baldosas. Otra vez su padre preguntándole si se quería confesar. Miró a la izquerda y luego a la derecha: allí, tres filas hacia adelante, junto a un altar y una horrible imagen de una mujer vestida de monja, había un confesionario del que salía una tenue claridad. Se adivinaban las manos de alguien sosteniendo un libro abierto. Se incorporó y fue hacia allí. “El cura se va desmayar cuando le cuente”, susurró. Mientras se acercaba, recordó que el dolor era muy importante para confesarse bien, pero no sentía nada; bueno, sí, pena de haber dicho tantas cosas a aquel viejo cura..., y también de esto y de aquello. Se detuvo, justo bajo aquella siniestra imagen de la monja: los ojos de ella miraban hacia arriba y sus palmas se juntaban sobre su pecho. No recordaba ninguna oración, pero ya no había marcha atrás. Se plantó delante del confesionario y dijo: “Quiero confesarme”. El sacerdote cerró el libro y alzó el rostro, mientras apagaba la bombillita con la mano izquierda. “¡Joder!”. No podía creerlo: era el cura del día anterior. “Mire, yo…”. El confesor no le dejo continuar: “¿puedes arrodillarte, por favor?”.
Después de darle la absolución, el confesor le miró fijamente. Sus ojos esbozaron una sonrisa, al tiempo que preguntaba: “¿has pensado alguna vez hacerte sacerdote?”. Como un resorte, el sindicalista se puso en pie: “pero, ¿¡qué dice usted!?”…


Han pasado algunos años desde aquel día. Hoy, el protagonista de esta historia es párroco en una ciudad española. Lo que aquí he narrado es, esencialmente, verídico, y yo me he divertido mucho recreando el episodio.

4 comentarios:

  1. Enhorabuena por este relato conmovedor y ágil que invita a una carcajada con 1 Dios risueño y bueno que sólo quiere compartir su alegría con nosotros. La tristeza al fin y al cabo, ¿es otra cosa que el mismo pecado ?

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  2. Amigo Fred, gracias por tu comentario, tan jugoso y bien escrito. Estoy contigo en lo que dices sobre la tristeza. Gracias también por hacerte seguidor de esta mirada al cielo y al mundo.

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  3. Hasta el día de hoy, encuentro este escrito.¡Qué delicia ! Pero me queda la sensación de que hay más por contar...

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  4. Gracias, Zatza. Nada más se quedó en el tintero en este episodio de la vida de dos personas.
    Saludos.

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Beowulf MS

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Hwaet!