martes, 1 de septiembre de 2009

Lázaro el de Betania

Lázaro era un buen amigo de Jesús de Nazareth. Vivía en Betania (que dista unos tres kilómetros de Jerusalén), junto a María y Marta, sus hermanas. En su casa se hospedó Jesús en varias ocasiones, particularmente los días previos a su Pasión (Mt. 21: 17; Mc. 11: 12; Lc. 10: 38-42; Jn 12: 1-11).
A Lázaro me lo imagino con una edad similar a la de Jesús: Sería, probablemente, soltero o viudo, dado que los Evangelios no hacen referencia alguna a su esposa y sí a sus hermanas. Su casa debía ser grande, para poder dar cabida al Nazareno y a los que con Él iban. Supongo que el anfitrión gozaría de una posición desahogada. En su casa, Lázaro recibía siempre con los brazos abiertos a Jesús y su comitiva –aunque Marta se agobiara preparando viandas para tantos huéspedes (Lc. 10: 40) –; entre ellos, el joven Juan, que es el único evangelista que se refiere a él por su nombre (12: 1).
Jesús se sentía querido en casa de Lázaro, a quien amaba profundamente; el Mesías se refiere a él como “nuestro amigo” (“amicus noster”; Jn 11: 11). Le amaba como Dios ama, y también con su corazón de hombre. Por eso disfrutaría con él como disfrutan los amigos entre sí: bromeando, compartiendo una buena comida o charlando largo y tendido. Por eso también, cuando se enteró de su muerte, Jesús lloró, Dios lloró, con lágrimas de hombre, con aflicción de amor, tanto que los judíos comentaban: “Mirad cómo le amaba” (Jn. 11:35-37).
Lázaro, como era costumbre, fue sepultado el mismo día de su muerte; Jesús no estaba a su lado. Las tumbas de las personas de cierto nivel se excavaban a menudo en la toba; o perpendicularmente, a modo de fosa, en los lugares descendentes, u horizontalmente. Esencialmente consistían en una cámara funeraria con uno o más nichos para los cuerpos, y a menudo con un pequeño atrio delante de la cámara: atrio y cámara se comunicaban entre sí a través de una estrecha puerta que permanecía siempre abierta, mientras que el atrio se comunicaba con el exterior mediante una puerta atrancada con una gran lápida.
Hacía cuatro días que el difunto había sido sepultado, por lo que ya habría comenzado la descomposición: “ya hiede”, le dijo Marta, cuando Jesús ordenó que quitaran la losa de la entrada (Jn. 11: 38-39). Tras rezar a su Padre del cielo, el Mesías llamó al amigo con voz potente: “¡Lázaro, sal afuera!” (Jn. 11: 41-43). Ante el estupor de todos, el de Betania –que estaba muerto– obedeció.

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