La creencia en los espectros es, pudiéramos decirlo así, una constante antropológica. El hombre siempre ha creído que el mundo de los vivos y el de los muertos interactúan entre sí, un planteamiento que consuela, pero también produce escalofrío. Y así los difuntos, entrando en una primera sistematización, pueden ser benévolos u hostiles. Para mi presente exposición debo centrarme en los segundos y concluir que en todas las culturas del mundo, desde los nativos americanos a los aborígenes de Oceanía, existe la creencia en unos seres que, habiendo fallecido, vuelven al reino de los vivos para atormentar y, en ocasiones, traer la muerte a familiares y vecinos. El término francés revenant ha gozado de cierto predicamento entre los estudiosos de esta creencia durante la Edad Media, adquiriendo un sentido muy específico. Revenant es el participio de presente de revenir, «retornar», «regresar», «volver». No se trata, por tanto, sólo de designar que alguien que murió, se aparece a los vivos (el tradicional fantasmo o espectro); sino de algo más aterrador: alguien que, pese a estar muerto, viene, o mejor dicho, vuelve con su cuerpo para agredir a los vivos. Materialidad y hostilidad manifiestas son, pues, los rasgos que definen a los revinientes medievales.
En castellano, «reviniente» no figura en el DRAE; «redivivo» (aparecido, resucitado), aunque similar, parece no recoger los matices del término francés en su totalidad. En nuestra lengua, las palabras «fantasma» o «espectro» lleva indefectiblemente asociada la noción de inmaterialidad. La expresión «muerto» o «cadáver ambulante» es quizá más apropiada, pues recoge los matices de revenant: el aspecto corporal del fantasma –en «muerto»/«cadáver»– y el movimiento –«ambulante»--, aunque no derive del latín venire. Permítaseme, por tanto, la licencia de utilizar el galicismo «reviniente», de fácil comprensión, para designar por tanto a un muerto que vuelve en cuerpo (mas no alma) al mundo de los vivos para traer la muerte.
Por ir desarrollando una cierta taxonomía, y dentro de los revinientes, utilizaré el término «vampiro» –de etimología incierta– para designar al ser que, después de haber muerto, regresa para beber la sangre de sus víctimas. Estos seres están condenados a una existencia en la que no han dejado aún el mundo de los vivos, ni tienen acceso por tanto al de los muertos. Por eso, el vampiro es el «no-muerto». Su existencia se filtra penosamente por las rendijas que se abren al mundo del hombre mortal, de carne, hueso y sangre. El vampiro parece aferrarse a la tierra, anclado a ella por su materialidad; ése es su privilegio... o su condena.
Por eso, insisto, el vampiro no es un espectro, inmaterial y envidioso de la corporeidad de los que aquí quedaron. Consecuentemente, no utilizaré los términos «fantasma» o «espectro». El vampiro vive una vida preternatural, que burla tanto a la visión trascendental del hombre, como a la materialista. El no-muerto lleva sobre su frente, como marca de Caín, la negación que define esencialmente su existencia. También como el primer fratricida, el vampiro ha de deambular en soledad por el país de Nod (Génesis IV, 16), el purgatorio terrenal, sin padre ni madre, sometido a la necesidad enfermiza de alimentarse de la vida de otros: por eso priva a los vivos de su sangre y de su carne, metonimia de esa vida que anhela. En el fondo y en origen, estamos ante seres penosamente vitalistas nacidos a una existencia en la que no hay leche materna, sino la sangre de los seres queridos, los primeros de los que el no-muerto se nutre.
Para el vampiro medieval, Drácula es un incómodo advenedizo, alguien que ha hecho olvidar a esos otros no-muertos postergados ante la petulancia del aristócrata transilvano, que vampirizó a muchos de ellos. El vampiro medieval, brutal y primitivo, el folclórico, se fue desvistiendo de su primitivismo para cubrirse con las galas púrpuras, violáceas (¿y rojizas?) con las que el conde sedujo al siglo XX. Ha sido, precisamente, la novela de Bram Stoker y sus múltiples adaptaciones fílmicas (más o menos fieles) las que más han contribuido a que el mito del vampiro sea uno de los iconos centrales de la cultura popular occidental en el siglo XX: el Conde transilvano es el personaje de ficción que más ha sido llevado a la pantalla, según pontifica una pregunta del Trivial Pursuit, seguido a cierta distancia por Tarzán. Y sin embargo, esta misma novela, por el contrario, ha oscurecido la verdadera naturaleza del mito.
En castellano, «reviniente» no figura en el DRAE; «redivivo» (aparecido, resucitado), aunque similar, parece no recoger los matices del término francés en su totalidad. En nuestra lengua, las palabras «fantasma» o «espectro» lleva indefectiblemente asociada la noción de inmaterialidad. La expresión «muerto» o «cadáver ambulante» es quizá más apropiada, pues recoge los matices de revenant: el aspecto corporal del fantasma –en «muerto»/«cadáver»– y el movimiento –«ambulante»--, aunque no derive del latín venire. Permítaseme, por tanto, la licencia de utilizar el galicismo «reviniente», de fácil comprensión, para designar por tanto a un muerto que vuelve en cuerpo (mas no alma) al mundo de los vivos para traer la muerte.
Por ir desarrollando una cierta taxonomía, y dentro de los revinientes, utilizaré el término «vampiro» –de etimología incierta– para designar al ser que, después de haber muerto, regresa para beber la sangre de sus víctimas. Estos seres están condenados a una existencia en la que no han dejado aún el mundo de los vivos, ni tienen acceso por tanto al de los muertos. Por eso, el vampiro es el «no-muerto». Su existencia se filtra penosamente por las rendijas que se abren al mundo del hombre mortal, de carne, hueso y sangre. El vampiro parece aferrarse a la tierra, anclado a ella por su materialidad; ése es su privilegio... o su condena.
Por eso, insisto, el vampiro no es un espectro, inmaterial y envidioso de la corporeidad de los que aquí quedaron. Consecuentemente, no utilizaré los términos «fantasma» o «espectro». El vampiro vive una vida preternatural, que burla tanto a la visión trascendental del hombre, como a la materialista. El no-muerto lleva sobre su frente, como marca de Caín, la negación que define esencialmente su existencia. También como el primer fratricida, el vampiro ha de deambular en soledad por el país de Nod (Génesis IV, 16), el purgatorio terrenal, sin padre ni madre, sometido a la necesidad enfermiza de alimentarse de la vida de otros: por eso priva a los vivos de su sangre y de su carne, metonimia de esa vida que anhela. En el fondo y en origen, estamos ante seres penosamente vitalistas nacidos a una existencia en la que no hay leche materna, sino la sangre de los seres queridos, los primeros de los que el no-muerto se nutre.
Para el vampiro medieval, Drácula es un incómodo advenedizo, alguien que ha hecho olvidar a esos otros no-muertos postergados ante la petulancia del aristócrata transilvano, que vampirizó a muchos de ellos. El vampiro medieval, brutal y primitivo, el folclórico, se fue desvistiendo de su primitivismo para cubrirse con las galas púrpuras, violáceas (¿y rojizas?) con las que el conde sedujo al siglo XX. Ha sido, precisamente, la novela de Bram Stoker y sus múltiples adaptaciones fílmicas (más o menos fieles) las que más han contribuido a que el mito del vampiro sea uno de los iconos centrales de la cultura popular occidental en el siglo XX: el Conde transilvano es el personaje de ficción que más ha sido llevado a la pantalla, según pontifica una pregunta del Trivial Pursuit, seguido a cierta distancia por Tarzán. Y sin embargo, esta misma novela, por el contrario, ha oscurecido la verdadera naturaleza del mito.
Impresionante!...Realmente excelente tu publicación. No sé como llegué acá, pero no podía irme sin agradecer y felicitarte.
ResponderEliminarSaludos,
Evelyn.
Gracias, Evelyn. Se trata de un extracto de mi publicación:“El Vampiro en la literatura medieval europea: el caso inglés”. Cuadernos del CEMYR (Centro de Estudios Medievales y Renacentistas, Universidad de la Laguna) 14 (2006): 205-3.
ResponderEliminarSi estás interesada, te puedo mandar una copia impresa.
Saludos
kiero koniocer a uno d ellos
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